07 mayo 2009

Rojo - Ted Hughes

El rojo era su color.
Si no había rojo, blanco entonces. Pero rojo
era lo que en volvía tu alrededor.
Rojo sangre. ¿Era sangre?
¿Era ocre rojizo, para confortar a los muertos?
Hematita para hacer inmortales
los preciosos huesos heredados, los huesos de familia.

Cuando al fin te saliste con la tuya
nuestra habitación fue roja. Una sala de juicios.
Un cofre cerrado para gemas. La alfombra de sangre
con diseños oscurecidos, como coágulos
Las cortinas -sangre rubí de pana,
cataratas de pura sangre del techo al suelo.
Igual los cojines. El mismo
rojo carmín en los bancos bajo la ventana.
Una celda marcada. El altar de un templo azteca.

Sólo las estanterías escaparon en su blancura.

Y fuera de la ventana
amapolas finas y frágiles
como piel sobre la sangre,
salvias, de las que tu padre tomó tu nombre,
como sangre brotando de una laceración,
y rosas, las gotas últimas de tu corazón,
arteriales, catastróficas, condenadas a muerte.

Tu falda larga de terciopelo, un manchón de sangre,
espléndido color borgoña.
Tus labios bañados de carmesí profundo.
Te deleitabas en el rojo.
Yo lo encontraba duro -como los bordes crujientes de gasa
en una herida reseca. quise tocar
ahí una vena abierta, la costra del destello.

Todo lo que pintabas lo pintabas blanco
y luego lo salpicabas de rosas, lo derrotabas así,
rosas lagrimosas, rosas y más rosas,
y a veces, entre ellas, un pequeño pajaro azul.

El azul hubiera sido mejor para ti. Azul son alas.
Sedas azules como el martín pescador de San Francisco
envolvieron tu embarazo
en un crisol de caricias.
El azul era tu espíritu cordial -no el necrofago demonio
electrificado, sino un guardián, solícito.

En el foso del rojo
te escondías de la blancura de hueso de la clínica.

Pero la joya que perdiste era azul.

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